Un día cualquiera...

Hoy os voy a contar cómo es un día cualquiera en mi vida… aunque ya os aviso de que aquí los días “cualquiera” no existen. Amanecemos con los pajaritos que cantan como si tuvieran un altavoz dentro del pecho mientras pasean por el techo de Milfred con sus patitas que parecen tacones en miniatura. La luz entra despacio por las ventanas y Milfred, comienza a hacer toda clase de ruidos maderiles tipo crick-crack, como si comenzara a desperezarse tras una reparadora noche de sueño. Es su forma de recordarnos que sigue viva, fuerte y con ganas de dar guerra durante mucho tiempo.




Yo me estiro todo lo ancho que soy, que a mis casi 15 años es un estiramiento que podría entrar en la categoría gimnasta rusa profesional, y voy directo a mi puesto de vigía: la puerta. Ni un movimiento se me escapa, especialmente el del perro del vecino. Ese. Ese que tiene pinta de saber demasiado. Yo no me fío. 
Ferrari me saluda con su “Buenos días, mi niño”, y yo respondo como sé: con la cola moviéndose tan rápido que podría generar electricidad. Belcor, mientras tanto, hace lo suyo: despertar al mundo con olor a café. No sé qué magia usa, pero el aroma se mete en Milfred como un abrazo calentito. 




Luego llega el momento del desayuno. Y las pastillas. Ay, las pastillas…Ese ritual entre él y yo. Como una lucha silenciosa que ninguno reconoce llevar a cabo, pero que nuestras miradas retadoras delatan. Ferrari siempre intenta engañarme, como si yo no llevara una vida entera dedicada al noble arte del funambulismo. Me hacen una bolita con la comida y esconden en su interior las drogas, me la enseñan con carita de quien tiene una mano mala de poker pero intenta disimular, y yo, por supuesto, la mastico con mis incisivos, con cuidado quirúrgico para escupir justo la parte que no me interesa: la pastilla. Lo hago por deporte, la verdad. Me divierte ver sus caras. Al final me las acabo comiendo, porque me quieren mucho y porque la ración extra de comida siempre merece la pena. Pero hay que mantener la tradición… y, como cada mañana, no falta el comentario: ¿Pero cómo puede ser que la bombona de gas siga viva desde mayo? Yo asiento con la mirada. Milfred tiene sus misterios, y a veces es mejor no profundizar en ellos. 




Nos preparamos para el paseo matutino. Salimos los tres y el aire fresco me recuerda que vivo en un sitio donde el sol siempre parece contento de vernos. Caminamos tranquilos hasta llegar a una zona de gimnasia al aire libre. Ahí Ferrari se lanza a las barras y comienza a elevarse, una vez tras otra, quemando la pólvora sobrante de este aries. Aunque probablemente preferiría estar en cualquier otro lugar, sabe que ese ritual le ayuda a mantener la cabeza donde debe estar. Ni más arriba ni más abajo. Belcor y yo nos quedamos allí, esperando juntos: yo olfateando el frescor de las sombras, ella sintiendo el sol, cada uno dejándose llevar a su manera. Así empiezan las cosas buenas del día. Camino a casa siempre intento desviarles por atajos que dan a terrazas y les incito a tomarse una cerveza mientras yo descanso y miro la vida pasar. A veces cuela, otras rechazan mi propuesta. Es el juego de la negociación.




Cuando volvemos a Milfred, yo me quedo al mando a bordo. Sé perfectamente lo que viene después: Ferrari y Belcor se van al mar a ver peces. Lo sé porque siempre vuelven con olor a sal, a historias marinas y a “tendrías que haber visto este pez, Jack”. Yo les hago creer que no me importa… pero claro que me importa. Podrían traerme un pez alguna vez, digo yo. Pero pronto recuerdo las artes pescadoras que demostraron en Grecia e instantáneamente bajo de mi ensoñación. 




La tarde la pasamos como más nos gusta: siendo. 
Ferrari arregla cosas. Siempre hay algo que suena, vibra, se cae o hace clic-clic-clic en una autocaravana. Belcor saca fotos y edita otras, y, cómo no, siempre me apunta con la cámara. Yo, profesional de nacimiento, pongo mis mejores poses: imposible resistirse, soy su modelo favorito. En lo que a mi respecta, dedico el resto del día a la vida contemplativa, bios theoretikos, que diría Aristóteles. Estar. Estar siendo. Estar viviendo. Me echo mini siestas y disfruto plenamente del momento: lo bonito está en simplemente estar juntos. 


Llega la cena. Comemos los tres, yo más rápido que ellos porque tengo prioridades. Cuando terminamos, viene nuestro paseo nocturno, ese que me llena el alma y despierta al maligator interior que aun me posee. Ferrari y yo jugamos a mordernos, una tradición ancestral, y después corremos a ver quién gana. Spoiler: siempre gano yo, y aunque Ferrari diga que me deja ganar, es su maltrecho orgullo el que habla. No le guardo rencor, tiene que ser duro vivir toda una vida a la sombra del campeón invicto. 





Volvemos a Milfred, que cruje como diciendo “los niños ya están en casa”. Nos acomodamos los tres, cada uno en su sitio, cada uno con su peso, su respiración y su historia. Y mientras cierro los ojos pienso que, aunque sea un día más, nunca es un día cualquiera cuando lo vivo con ellos. Porque la vida es esto: despertarse, caminar, jugar, comer, observar, estar… y querer. Mucho. Y yo sé, desde mi inteligencia canina, que ya estoy viviendo mis días lentos, esos que se saborean de forma especial. Pero también sé que estoy exactamente donde tengo que estar. 

Con ellos. 

Y eso lo hace todo perfecto.
 




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