Ritondo y yo

Hoy he sentido el frío por primera vez en varios meses. No un frío de esos que te calan dentro y ya no remontas el resto del día, a no ser que te echen una manta encima y te pongan la calefacción delante, casi tocando los bigotes, pero aun así suficiente para estremecerme y recordar viejos fantasmas. Ha amanecido un día sereno, que suele decirse como eufemismo de eso, frío. Cuando la temperatura ambiente baja de 24 grados, mi cuerpo se activa y me pongo a dar paseos por casa, como el anciano senil e insomne que no soy. Hemos madrugado, me han puesto el desayuno buffet junto a mi pastillero diario, como al anciano senil e hipermedicado que no soy, y he echado la primera de mis siestas diarias. Me encanta dormir la mona. Antes era uno de mis tantos hobbies, ahora es mi favorito. Cuando me despierto de un sueño corto tengo la batería a tope y necesito quemar energía en la calle. Tengo mis trucos para conseguir mi cometido: me hago el encontradizo en lugares de paso en casa, varias veces, complicando el tránsito normal de un hogar, lo cual es más fácil en una autocaravana, hasta que Belkor o Ferrari, hartos, captan el mensaje y se preparan. Entonces salto de alegría y me dirijo a la puerta.

Tras cruzar el puerto y una playa de piedras, alcanzamos la orilla de arena negra, mi favorita. Apenas siento el polvo volcánico bajo mis patas, salgo disparado como un galgo que oye el pistoletazo de salida en un velódromo. Ferrari deja la mochila en el suelo, la abre y mete la mano en ella. En ese instante me detengo en seco, expectante, con la mirada fija. Hace tiempo que no me dejan jugar con él por prescripción médica, y con cada día que pasa guardo menos esperanzas. Pero, de pronto, surge Ritondo, elevado hacia el sol como la Copa del Mundo en los brazos de Dunga en USA 94. Sobre Ritondo podría decir que otro día os hablaría, como parte de esa estrategia de intriga literaria que tanto me gusta usar. Sin embargo, ayer miré de reojo el calendario: en tres meses cumplo quince años, y el tiempo apremia. Así que, por si acaso, ese día será hoy.

Ritondo. Ese amigo que tenías con doce años, el que fumaba, tiraba piedras al tren y robaba cervezas en la tienda del pueblo. Ese al que tu madre intentaba, a toda costa y sin éxito, mantener lejos de ti. Una mala influencia que te metía en marrones constantemente, pero que era divertido. Cómo definir a Ritondo para que te hagas una imagen mental de él… Es como un palo, pero redondo, amarillo y de goma; el objeto que bota de forma más diabólica que jamás haya tocado la faz de la tierra. Lo conocí hace unos diez años y juntos hemos pasado momentos inolvidables. Cuando lo lanzaban, corría tras él, intentando anticipar cada bote envenenado hasta que, tras dos o tres mordidas al aire, lograba atraparlo entre mis fauces y devolvérselo a Ferrari. Una vez lo perseguí con tanto fervor que, cuando me di cuenta, estaba nadando mar adentro y, por accidente, vencí mi miedo al agua.

Pero, como toda amistad de doble filo que acaba pasándote factura, con los años el precio de jugar con Ritondo se hizo más alto: el cuerpo me dolía más, las fuerzas tardaban en volver. Aquellos giros vertiginosos que exigía participar en su liga me dejaban cojeando durante días. Así, poco a poco, Ritondo comenzó a visitarme con cuentagotas, como ese amigo de infancia al que terminas reencontrando únicamente en una Nochevieja perdida.

Hoy he vuelto a correr por la orilla, levantando agua y persiguiendo a Ritondo. A veces no lo veía, aun teniéndolo frente al hocico, pero con unas vagas indicaciones de Belkor era capaz de intuir su presencia y lanzarme, cual kamikaze, a por él. He vuelto a correr y jugar por encima de mis posibilidades; incluso mi cuerpo ha caído una vez, como lo haría una caja de herramientas volcada en el suelo, por un fallo de estabilidad en las cuatro patas simultáneamente. Aunque sea lento y mis patas duelan, sigo teniendo la ilusión de un cachorro… o de un cacharro, como suele llamarme Ferrari cuando se traba accidentalmente.

El día había sido largo. Salí de la playa empapado, con el lomo cubierto de arena negra. En el puerto, siempre bullicioso, nos detuvimos un rato, y yo caí rendido en una siesta interminable mientras Belkor y Ferrari reían, cerveza en mano, servida en un vaso de plástico tan cutre como un cubata de chiringuito de playa. Pero lo mejor de todo fue lo que me encontré al volver a Milfred. De repente, mi antigua cama king size estaba preparada, y una sonriente Belkor me invitó a subir a ella. Joder, debo de dar mucha lástima para que me devuelvan tal beneficio sin haberlo siquiera luchado. Sí, la vida me sonríe, pienso mientras cierro los ojos y empiezo a soñar con aquel viaje a Cuba que jamás hice.

Entradas populares de este blog

14, el número de la suerte

Arrancamos

Un ferrari rojo