Calimero

 ¿Sabes? Si volviera a nacer quizá pediría ser un camello con dos prominentes jorobas en las que llevar mis reservas de alimentos a la espalda. Sería como llevar el atillo de vagabundo, pero sin necesidad de sujetar el palo. Quien dice camello, dice dromedario. El número de jorobas no debería ser determinante para la hazaña, salvo para aquel despistado técnico de marketing de esa famosa marca de tabaco de cajetilla amarilla cuyo nombre real no desvelaré, pero que según mi entrenado ojo detectivesco debería llamarse Dromel.

Sí, un gran camélido. Recorrer la arena del desierto en largas rutas y dado el caso, incluso participar en carreras. He participado en varias carreras, pero nunca he estado en el desierto y, mirando el reloj, dudo que nunca vaya a estarlo. Pero, ¿sabes? la semana pasada no estuve en el Sáhara, pero el Sáhara vino a mi.

La calima es un polvo muy fino que viene desde ese desierto que tengo a tan sólo 300km. El viento lo arrastra y, de repente, el aire se vuelve turbio, como si todo estuviera cubierto por un velo. No es niebla ni nubes, es tierra suspendida en el aire. Cuando llega, el cielo pierde su azul y se pone anaranjado, y el sol parece apagado, aunque siga brillando. Todo se ensucia rápido: coches, ventanas… hasta el agua de mi cuenco. A mí me reseca el hocico y hace que todo huela distinto.



La calima no está todo el año, aparece en episodios. A veces dura unas horas, otras veces varios días, depende de los vientos. Efecto invernadero a lo grande. El sol no sólo calienta el aire circundante, también calienta las partículas en suspensión, inmóviles, haciendo respirar una tarea tediosa. Pero lo que pudiera parecer un castigo celestial desde nuestra perspectiva de mamíferos terrestres (yo, como evolucionado cánido en la cima de la cadena evolutiva, y tú, como trastabillado homínido que ha perdido el norte) resulta en uno de los fenómenos más fascinantes que suceden en la tierra. Ese polvo fino que sentimos aquí, viajando por el aire como si tuviera alas propias, no se queda en Tenerife. Se lanza al Atlántico a lomos de los vientos Alisios, recorre miles de kilómetros y llega hasta la selva del Amazonas. Allí cae como un fertilizante natural cargado de fósforo y otros elementos y alimenta el suelo que de otra manera estaría agotado, ayudando a que los árboles crezcan enormes y fuertes, sosteniendo todo un ecosistema que parece un caos, pero que en realidad está perfectamente equilibrado.

La orografía de la isla hace que el noroeste sea, literalmente, un oasis en el desierto cuando la calima sahariana nos visita, así que allí fuimos. Milfred avanzó una hora por carreteras escarpadas mientras el paisaje por la ventanilla evocaba más a los arrozales de Filipinas que a cualquier estampa canaria. Nunca he estado en Filipinas, pero he oído a Belkor y Ferrari hablar sobre lo que vieron allí: amplias sonrisas, arrozales, barbacoas callejeras y perros. Siempre perros. Al llegar todo huele a mar y el salitre entra en mi boca sin permiso. Un mar salvaje, bravo, de los que tienen firma propia. De inmediato siento un Déjà vu y me teletransporto. Estoy en Galicia, en mi playa. ¿Serán todos los noroestes iguales? Me sacudo y salgo de mi ensoñación. Damos un paseo y corro por el camino junto a la costa, y no me canso de correr. Llegamos a un sitio que emite un zumbido atronador, nos acercamos a inspeccionar.



Las formaciones basálticas son características de esta zona de la isla. Una lava rica en hierro y magnesio se enfrió lentamente al contacto con el agua y el aire atlánticos, fracturándose en columnas hexagonales, como un panal de abejas. Pero justo aquí ocurrió algo doblemente excepcional: bajo mis patas la estructura es hueca, y ese vacío comunica libremente con el mar en la parte inferior, mientras que con la superficie lo hace únicamente a través de una pequeña ventana del tamaño de un palmo humano.

Las olas crean la magia. Cuando el mar empuja, comprime violentamente el aire alojado en la cueva subterránea y este escapa furioso al exterior por la abertura de la roca. Cuando la ola se retira, el aire vuelve a entrar con la misma violencia, llenando el vacío como si se tratara de una nueva inspiración de unos pulmones gigantes. Quizá hayamos encontrado las branquias de esta isla encantada.



Entradas populares de este blog

14, el número de la suerte

Arrancamos

Un ferrari rojo