El suelo es moqueta
Estamos terminando agosto, el mes de las vacaciones de verano por excelencia. El sol ha golpeado con fuerza y hemos pasado varias semanas en los que el punto de fusión de mi hocico se acercaba peligrosamente, pero la temperatura empieza a moderarse por fin. Llevamos ya seis meses del viaje de Jack, o sea, de mi viaje. No es por ser egocéntrico, pero es así. Medio año y aquí sigo dando guerra, que se dice fácil. Mi última operación ya no es más que un vago recuerdo en blanco y negro, mientras la enorme cicatriz de mi dorso comienza a esconderse entre el incipiente pelo, como lo haría una civilización abandonada en la selva mientras la vegetación recupera el sitio que le fue robado, en lo que parece una eternidad, pero que realmente representa sólo un lapso de tiempo.
Yo soy un joven anarquista que no muestra respeto por los uniformes ni por el poder establecido, y así lo hago saber a las patrullas que se nos acercan. Tengo medio cuerpo fuera del coche y les ladro airado. This is my fucking port, I make the money over here!, recuerdo haberles dicho entre gruñidos, esputando espuma. Tras tamaña demostración de fiereza se dan la vuelta, ante la mirada asombrada de Ferrari y Belkor. Tan sólo hemos llegado y ya hemos conquistado la frontera. Esto promete. Después de una travesía de apenas dos horas llegamos, ya de día, a Inglaterra.
Ferrari ha estado ocupado poniendo a Milfred a punto para su examen mecánico anual, el cual, como no podía ser de otra forma, ha aprobado con honores, y Belkor ha vendido las últimas dosis de humo necesarias para pagar las deudas generadas por mis recientes achaques. En lo que a mí respecta, he estado ocupado a partes iguales durmiendo y saltándome puntos de la cicatriz, haciendo el animal, ante la impotente mirada de un Ferrari que echaba a correr tras de mí para tapar las hemorragias que me autoinfligía dando rienda suelta a mi Malinois interior. No es mi culpa, tú, humano medio, puedes sopesar tus polémicas -y a menudo ridículas- decisiones con ese ángel y ese demonio pequeñitos, apostados uno en cada hombro, que te venían de serie. Yo sólo veo demonios. No uno ni dos, sino una multitud de demonios rojos enardecidos, dondequiera que mire. Todos, cerveza en mano, con gesto cómplice, me aplauden, y si titubeo, hasta me jalean. No es fácil.
El último mes lo hemos pasado al sur de la isla, donde la población extranjera es mayoría. Dentro de esta mayoría foránea, los británicos son a su vez mayoría. Mayoría dentro de una mayoría, como si hablásemos de una matrioska, por hacerlo más gráfico. Me caen bien los anglosajones. Y es que una vez yo también estuve en su isla. Si en esta isla el suelo es lava, en aquella era moqueta. Fue al principio de todo. La pantalla oscurece.
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Es pronto por la mañana, en un día de enero de 2014, yo apenas tengo tres años. Ayer estuve corriendo en la playa persiguiendo gaviotas y hoy estoy dentro de un Opel Corsa rojo, directo al nuevo mundo. A pesar de la excitación normal me encuentro tranquilo; mi caseta viaja con nosotros en lo que parece un Tetris con ruedas. Cruzamos Francia hasta llegar a Calais y allí cenamos unas Mc hamburguesas. Estamos los tres, como no podía ser de otra forma. Pasamos la noche en la terminal. Antes de que salga el sol ya nos encontramos haciendo cola para embarcar en un ferry que será el inicio de una gran aventura y, probablemente, también de lo que seremos en e futuro. Ferrari y Belkor están llenos de ganas y miedo a la vez, frente a aquel mastodonte de acero del cual únicamente nos separa un punto fronterizo armado con militares y perros policía.
Yo soy un joven anarquista que no muestra respeto por los uniformes ni por el poder establecido, y así lo hago saber a las patrullas que se nos acercan. Tengo medio cuerpo fuera del coche y les ladro airado. This is my fucking port, I make the money over here!, recuerdo haberles dicho entre gruñidos, esputando espuma. Tras tamaña demostración de fiereza se dan la vuelta, ante la mirada asombrada de Ferrari y Belkor. Tan sólo hemos llegado y ya hemos conquistado la frontera. Esto promete. Después de una travesía de apenas dos horas llegamos, ya de día, a Inglaterra.
Conducimos por la izquierda hasta la hora de comer y llegamos al que será nuestro nuevo hogar, donde nos espera un tipo larguirucho y pálido que me saluda en un, he de reconocer, perfecto inglés. Oh, it´s so big, dice con los ojos como platos, supongo, lanzando un cumplido sobre el tamaño de mi caseta, que se vislumbra dentro del desorganizado coche.
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Dominic fue el mejor anfitrión que pudimos tener y pronto hicimos un buen equipo los cuatro. Cuando no estaba quemando documentos (i)legales en el jardín, regándolos con disolvente de pinturas, o bebiendo, estaba inmerso en algún tipo de accidente, como pegarse las manos con loctite o intoxicándose al manipular nicotina líquida de dudosa procedencia. Dom era genial, un tipo honesto como pocos, antisistema de los de verdad y con un pasado interesante. Me daba comida a escondidas y jamás se enfadaba conmigo, ni siquiera cuando me comí su puerta para gatos y me quedé atrapado por el cuello durante todo el día en ella, o cuando crucé a mordiscos, a través de su verja, al jardín del vecino, en busca de ese suculento gato, también del vecino. Poco tiempo después de mi partida adoptó un perro en su casa, Guin. Estoy seguro de que me echa de menos, al menos tanto como yo a él.
Paseaba por Troopers Hill, mi nuevo territorio. Íbamos asiduamente a pubs donde todo el mundo me saludaba efusivamente y me ofrecía cerveza. Al parecer, Jack es un nombre muy británico y ligado a cierta clase, y eso les parecia divertido. Comencé a andar en bici con Ferrari, largas rutas de 20 Km o más, corriendo sin parar a su lado. También viajamos mucho por la isla, navegamos en piragua por el Lake District, comí salmón recién ahumado de las manos de una sonriente mujer en Oban, Escocia, y coronamos los montes más altos como Scafell Pike y Ben Nevis. Incluso salí victorioso de una pelea multitudinaria que (esta vez al menos) no había provocado yo. Me encontraba feliz y en la plenitud de la vida. En la cresta de la ola. Y un buen día, de repente... epilepsia. Primero las convulsiones aparecían aisladas, una vez al mes, lo cual no me impedía hacer vida normal, pero rápidamente las crisis empezaron a concentrarse y a ser más virulentas y repetitivas. Un día amanecí con una crisis que se propagó en racimo durante todo el día. Ferrari llegó antes del trabajo y comenzó a mover la maquinaria. Al poco tiempo lo habíamos dejado todo atrás y estábamos en coche camino a España. ¿Te suena? Allí conocería en persona a mi ángel de la guarda, quién, sin yo saberlo, ya me había estado tratando en la distancia. En aquel momento comenzaría un proceso largo y tedioso que casi nos hace tirar la toalla, pero de eso os hablaré otro día.
De aquella, dimos por cerrada nuestra aventura inglesa de cuatro años, aunque, tiempo más tarde, volveríamos de visita a esa isla a recordar viejas aventuras y a tumbarme en la madera del Seven Stars, mientras Belkor y Ferrari bebían pintas en ambiente underground y reían a carcajadas.
Inglaterra será nuestro hogar para siempre. Nuestro hogar con moqueta.