Yo, Jack. Tú, Belkor.

Hace ya un par de semanas que llevamos a cabo nuestra misión a la luna y la euforia aún flota en el ambiente, como en trazas suspendidas. No es para menos, el hito fue histórico y supuso el colofón a casi un año de lucha que por momentos nos tuvo contra las cuerdas. Pero el viaje de Jack continúa, y la lucha también.

Ayer, durante una de mis múltiples siestas diarias, recordé una escena de película que seguro reconoces: Yo, Tarzán. Tú, Jane. Y en ese instante tuve un déjà vu. Jamás podría haber explicado mejor cómo fueron nuestros primeros momentos. Hoy os hablaré de ella.

Llegó a mi vida una mañana de verano, hace ya trece años. Los primeros momentos fueron algo confusos, como dos seres de mundos distintos que se ven por primera vez desde su jaula y solo se atreven a alzar la mano para tocar el cristal que los separa. Ella no hablaba perro y mis esfuerzos por entablar relación eran en vano. Como Tarzán y Jane, la comunicación se antojaba poco menos que imposible. Era huidiza y, a veces, parecía tener la cabeza en otro lugar, como quien aún permanece en el silencio de un campo de batalla mientras el polvo flota en el aire tras un combate reciente. Entonces creía que eso era lo único que teníamos en común, heridas que aún sangraban. Pero estaba equivocado. Éramos almas gemelas destinadas a fundirse aunque en aquel momento no lo supiéramos. Recuerdo el día que posó su tranquila mano en mi cabeza como si fuera ayer. La sensación del primer rayo de sol del día en la cara, el agua helada de un chapuzón, una guitarra melódica de Iron Maiden, coger aire tras zambullirte en el mar. Fue todo eso a la vez. Ahí supe que ella era especial.

Si Ferrari es actitud, Belkor es el fuego vital, incluido el de Ferrari. De hecho, sin ella, Ferrari acabaría muchas veces como un globo desinflado en una esquina. Lo he visto antes. Belkor es la serenidad y el equilibrio hechos esencia, y después hechos persona. Ella podría calmar un volcán en erupción con solo tocarlo. También lo he visto hacerlo. Pero esa misma paz esconde en su interior una fuerza sobrenatural. Os he dicho que podría apagar un volcán, pero de la misma forma podría hacerlo saltar por los aires sólo con su mirada, esa que emiten esos enormes ojos que de acuerdo a las reglas físicas no deberían caber en su cara. Esa calma y aura risueña guardan con celo una energía de alta intensidad, como quien custodia un arma cuyo poder destructor conoce y teme al mismo tiempo, de tal forma que solo su mirada profunda te permitiría presentir. Pobre de quien malinterprete esto como vulnerabilidad. Conocerá el apocalipsis antes de tiempo.

Belkor es el mar y la tierra que cada luna llena lanza un guiño al cielo estrellado. Yo era un joven polvorín. No parecíamos tener nada en común, pero un día todo cambió. Belkor salió a correr, y yo con ella, y ese fue sin duda el punto que nos unió. Ella descubrió que no éramos tan distintos y, corriendo al mismo ritmo, nos fuimos sincronizando, como los engranajes de un viejo reloj de cuco que inesperadamente empieza a dar la hora.


Poco a poco me convertí en su compañero de carreras, en su guardián y hasta en su musa durante largas sesiones fotográficas. También me enseñó trucos, como imitar a un suricato, hacer giros vertiginosos o interpretar una escena de pistoleros del oeste digna de La muerte tenía un precio. Gracias a ella conocí la calma que también yo guardaba en mi interior, sin tan siquiera intuirlo. Desde entonces nuestro vínculo es fuerte, tal vez el más fuerte que jamás haya creado con nadie, y pocos lo entienden, ni siquiera Ferrari, que a veces nos observa con mirada analítica, sin ser capaz de descifrarnos del todo, mientras esboza una sonrisa orgullosa desde la distancia.

Tienes que llegar a la luna. Era su voz mezclada con lágrimas, todos los días, durante aquella época oscura que parecía mi fin. Si ella me pedía alcanzar lo imposible, ¿cómo dejarla sola en esa travesía? No podía. Porque cuando dos almas errantes se cruzan por azar y se reconocen, jamás vuelven a caminar separadas.

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